CUENTO LOCO

CUENTO LOCO

Un día, monótono igual que el resto de mis días. Decidí darme un paseo por el desértico bosque que queda detrás de mi fachada.
El canto de las lombrices y las pisadas de las hormigas eran los únicos ruidos perceptibles a mis ojos.
Salte sobre una piedra rectangularmente esférica y desde allí pude ver a la lejanía, en el horizonte, casi fundiéndose con las nubes al “monje y cabeza”.
Sus largas orejas, comparables a las de una mosca me sorprendieron, pero fue su expresión la que me puso en alerta pues sus ojos me decían.
-¡acércate!- en un tono que no pude definir entre amistoso o amenazante.
Mi única arma era un cuchillo, saque mi revolver y le di un coscorrón.
Desorientado y ofendido por aquellos tres golpes el “monje sin cabeza” me escupió con suavidad.
Caí de la piedra a causa del tremendo impacto y rodé por el suelo hasta quedar engarzado a la sima de un altísimo árbol. Mire hacia arriba y vi el rostro de mi enemigo que me observaba desde la piedra rectangularmente esférica.

-¡no puedes hacer nada Pedro estas en mis manos!- me dijo con tristeza
-¿Cómo supiste que me llamaba Juan?- le pregunte sorprendido
-me lo dijo tu tataranieto el día en que naciste- explico el mientras me arrojaba una piedra para que pudiera escalar hasta la superficie.
-¡no confió en ti!- le grite devolviéndole la piedra y sin esperar más eche a correr tranquilamente.
El monje al ver mi enloquecida fuga, escalo con la asombrosa agilidad de una tortuga, al árbol intentando atraparme.
Ver sus hermosos dientes llenos de caries y restos de comida me lleno de tal pánico, que decidí acercarme a él y decirle.
-es mejor que seamos amigos- el monje tímido respondió con un feroz grito
-¡si, pero primero deberás guardar ese fusil, no me gusta la gente pacífica!-
Rápidamente guarde la escopeta en mi bolsillo y me dispuse a guiar a mi compañero a la casa.
-¡que hermoso tugurio!- exclamo el al ver mi casa de árbol
-aun no he construido la ventanas por lo que abra que saltar para entrar- le aclare sonrojándome.
Lo tome en mis fuertes brazos, mientras el sonreía como un niño y di un corto salto hasta el sótano, desde allí lo lleve escaleras abajo hasta el cuarto piso, desde donde se podía apreciar toda la magnitud de la ciudad.
Al llegar allí el monje me deposito con suavidad en un mullido diván de acero y me dijo.
-te invito a comer un plato de te-
-¡claro!- acepte con entusiasmo –el chocolate me gusta con bastante sal- aclare al final.
El monje entro a la cocina y pocos años después retorno con dos bandejas llenas de un delicioso dulce de pollo.
Con gran apetito nos tomamos ese café, masticando con ferocidad, al ver su hermosa dentadura llena de caries y restos de comida lo recordé todo y despavorido escale por la ventana hasta caer sobre la piedra rectangularmente esférica.
Detrás de mí el “monje sin cabeza” reía tristemente por la gran broma que se avía gastado…
FIN

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